El ataúd

A los nietos del Sr. Fortunacio les encantaba jugar a las escondidas en casa de su abuelo. Y no era para menos, ya que tenían muchísimos lugares donde esconderse. Además de la inmensa casa con varias piezas, baños, salas y living, cocina y despensa, galerías y garaje, también había dos galpones muy grandes y un amplio patio y jardines con muchos árboles y ligustrinas, y… un lugar increíble, un lugar que ningún otro abuelo de toda la zona podía tener en su casa. Ese lugar era… un salón con ataúdes. Ah… me había olvidado de decirles algo importante: el Sr. Fortunacio era el funebrero del pueblo. ¡Qué emoción indescriptible, qué mezcla espanto y peligro experimentaban esos niños escondiéndose en ese salón!

Vivían en el pequeño pueblo de La Leonesa, y la casa estaba situada en el centro de un terreno muy grande y con muchos árboles en los jardines que la rodeaban. Sobre uno de los costados del terreno, estaba el garaje y en el fondo, un gran patio y los dos galpones. El salón de los ataúdes y una pequeña oficina se encontraban hacia el frente.

Cada domingo o cada vez que los seis nietos se encontraban en casa de su abuelo, al instante, los más grandecitos ya se ponían a organizar el juego de las escondidas. A veces invitaban a algunos primos o amiguitos del vecindario. ¡Qué mezcla de julepe y entusiasmo tenían esos niños!

En realidad, solamente los dos nietos mayores —de once y doce años— y otro niño del vecindario (un tal “Tomasito”), eran los únicos que se animaban a esconderse y permanecer un buen rato dentro de los cajones; unos pocos, a lo sumo si aguantaban dos o tres minutos escondidos en ese tétrico salón; y los restantes apenas si asomaban la nariz a la puerta durante las búsquedas ¡pero ni por las tapas entraban o se escondían allí!

En el salón no había muchos cajones, apenas unos seis o siete, y eso era bastante lógico para ese pueblo, ya que la gente no se moría a cada rato, sino que de tanto en tanto alguno estiraba las patas.

Entre esos cajones se notaba una diferencia de calidad. Algunos eran muy rústicos y sencillos, de forma rectangular; otros, un poco mejores y de forma hexagonal, lucían brillosos y se notaba la calidad de la madera; y había uno —un solo ataúd— que llamaba poderosamente la atención por su forma, lujo y color: era negro, ovalado y muy lustroso; tenía unas hermosas y resplandecientes manijas de bronce con una gran cruz del mismo metal, adornando la tapa. Había para todos los gustos y de todos los precios.

El ataúd negro se constituyó en la gran atracción de todos los chicos, tanto de los nietos como de los invitados. Nadie quedaba indiferente ante ese siniestro pero atractivo objeto. Los chicos nunca se cansaban de observarlo y estremecerse. Para más, ese cajón estuvo mucho tiempo en el salón, al parecer, porque ningún rico se moría, y hasta tanto eso no sucediera, seguiría estando ahí ¡porque era carísimo!

El nieto mayor de don Fortunacio, a quien sus amigos y compañeros de colegio lo habían apodado con toda justicia “Cajoncito”, se sabía todos los precios y siempre recitaba los valores de cada uno a la pandilla de niños. “Cajoncito” abusándose de su sobrenombre y su condición, solía aterrar a muchos cuando sacaba de su bolsillo una cinta métrica e intentaba (remedando a su abuelo) tomar las medidas de los niños ¡que huían despavoridos!

Lo que más impresionaba de aquel ataúd era su forma ovalada y su color negro. El único con esa forma y ese color, de los que había ahí. Los demás eran todos de color marrón, algunos más claros otros más oscuros. Ese tétrico ataúd tenía una extraña belleza y ejercía tan poderosa y macabra atracción, que los chicos quedaban hipnotizados cuando fijaban su vista en él. Una rara sensación los invadía a todos, una mezcla de estremecimiento y un frío lacerante que les recorría los huesos. ¡Mamita querida, estar frente a ese cajón!

Debido a que los chicos siempre andaban toqueteando los ataúdes, abriendo y cerrándolos, y escondiéndose dentro de ellos, don Fortunacio optó por cerrar con sus trabas el ataúd ovalado, encargando a sus dos nietos mayores que controlasen que nadie lo abriera, así no corría peligro de que lo estropearan. A los niños les encantaba levantar las tapas y observar embobados esa tela blanca y brillante de satén, con que se encontraba alfombrado el interior. ¡Socorro!

El ataúd negro era el único que estaba en posición horizontal, sobre una especie de mesa metálica muy angosta, con unas patas con adornos, que lo hacían lucir mucho más. Ocupaba el centro del salón. La tapa era pesadísima, y de un lado tenía bisagras como si fuera una puerta. Un chico solo, apenas si podría levantarla, pero además, tenía puestas las dos trabas, y eso significaba que estaba prohibido tocar. Los restantes cajones estaban en su mayoría inclinados contra la pared y en éstos, levantar la tapa —desde dentro o desde fuera— se hacía más fácil, porque eran mucho más livianas y porque estaban en posición casi vertical. Los cajones estaban dispuestos así, para que cuando los familiares de algún difunto vinieran a elegir uno, pudieran apreciarlos uno por uno; sería lo mismo que cuando uno va a una tienda y se pone a elegir pantalones o sombreros. Los miraban, los tocaban, los destapaban y observaban su interior, preguntaban los precios, y finalmente elegían cual comprar.

Para los chicos, jugar a las escondidas allí resultaba muy diferente si lo hacían de día, o cuando empezaba a oscurecer o… en plena noche. Por supuesto que la oscuridad le daba otro clima al salón… y a los ataúdes. De noche, sólo los dos nietos mayores se animaban a entrar, los restantes ¡ni asomaban el hocico por ahí!

Cuando uno de los niños se escondía en alguno de los ataúdes y los demás lo buscaban, el momento más tenso y emocionante era el instante de ir destapando uno por uno los cajones. Era un momento único e indescriptible donde todos contenían la respiración con el corazón en la boca, y nadie se animaba a realizar la búsqueda solito, entonces los demás lo acompañaban mirando desde la puerta ese momento crucial. Por más que supieran que fulanito o menganito estaba escondido en tal o cual cajón, no dejaban de llevarse un flor de julepe cuando abrían la tapa y “¡¡¡Aaaaahhhhhhhh!!!” gritaba el escondido. ¡Qué salto daban todos y cómo les latía el corazón a mil por hora! Porque nadie está acostumbrado, ni se acostumbrará jamás, a que se abra un ataúd y aparezca una persona gritando.

Pero una vez, habría de ocurrir algo siniestro, macabro y real, que causaría mucho espanto y dolor a todos los habitantes de ese tranquilo pueblo. Algo que empezó queriendo ser una broma, terminó siendo un hecho que nadie podía creer.

Todo empezó un domingo de diciembre a la tardecita. Ésa solía ser la hora habitual en la que los chicos comenzaban a organizar el juego. Uno de los chicos del vecindario y amiguito de todos los nietos, que infaltablemente estaba a la hora de las escondidas, habría de ser el protagonista del hecho. Tomás era un niño de diez años, muy pícaro y despierto y al que todos le decían “Tomasito”. Desde hacía un tiempo había estado planeando la forma de darles un buen susto a todos. Y ese domingo había decidido llevar cabo su plan. Según pensaba, era perfecto y sin dudas, los demás se llevarían el julepe más grande de sus vidas. Como conocía toda la casa y las dependencias, cada recoveco o rincón, aprovecharía cuando todos estuvieran en la casa o distraídos, e ingresaría al salón de los ataúdes y allí se escondería en uno de éstos. Apenas los demás chicos ingresaran al salón, él levantaría la tapa apareciendo con un gran grito aterrador. Obviamente ninguno de los chicos estaría preparado o en alerta como ocurre cuando se está buscando a alguien escondido; y como tampoco sospecharían siquiera que pudiera haber alguien allí, el susto sería para matar a cualquiera.

Pero ese día, sólo estaban dos de los nietos más pequeños —de cinco y seis años— con sus padres. Los restantes no habían venido, ni tampoco vendrían, porque esa noche el Sr. Fortunacio y su esposa iban a viajar a Buenos Aires y estaban alistando sus valijas. Se iban de paseo por una semana a la casa de unos familiares de la capital.

Esto, Tomasito no lo sabía, ni jamás lo imaginó. Cuando él vio a los más pequeños jugando en la vereda, supuso que los demás estarían adentro, entonces quedó al acecho, esperando el momento justo para entrar sin que nadie lo viera. Se agazapó detrás de un árbol, y allí estuvo espiando por más de quince minutos, hasta que en un momento dado, los dos pequeños ingresaron y fueron hacia los fondos. Con sigilo y rapidez se asomó al murito, y protegido por la penumbra del atardecer, bordeó unas ligustrinas y enseguida llegó hasta el salón sin ser visto por nadie. Ingresó por la puerta de atrás, que casi nunca tenía puesto el candado. Ya adentro y en la semipenumbra, rodeado de ataúdes, sintió un poco de miedo. Eso no lo había pensado ni planeado, y dudó por unos instantes si se quedaba o se rajaba y suspendía todo el plan. Se armó de coraje y se puso a mirar en cuál de los cajones podría esconderse, tratando con eso de no pensar en el miedo que lo invadía. Espió por la ventana que daba hacia atrás, hacia la casa, y vio a los dos niños en la galería, que conversaban mientras caminaban lentamente hacia el patio… y hacia el salón. Supuso que los demás estarían dentro de la casa y que muy pronto se sumarían a los pequeños.

En ese instante se le ocurrió una idea que le pareció fantástica y que aumentaría muchísimo el julepe que les daría a los demás. Decidió esconderse en el ataúd ovalado. En el más tétrico. En el prohibido. Pensó que no ensuciaría ni mancharía el acolchado y telas interiores, ya que recién se había bañado y estaba muy limpito. Se sacó los championes y miró en rededor buscando donde esconderlos. Vio unas cajas de cartón en una esquina, y allí los embutió, disimulando bien la pila de cajas, cosa de que nadie sospechara ni viera nada. Destrabó la tapa del cajón, se subió y se paró en el bordecito de la mesa. Comenzó a levantar la tapa con las dos manos. Se dio cuenta de que era pesadísima. Tuvo que hacer mucha fuerza para levantarla a medias, y ahí metió una de sus piernas y con esto ayudó a mantenerla semilevantada y semiabierta. Lentamente comenzó a meter su cuerpo, sosteniéndola con manos y pies. Finalmente se terminó de acostar, dejando caer la pesada tapa.

Los dos niños habían comenzado a acercarse al salón, con mucha intriga, miedo y curiosidad. Ahora no estaban sus primos mayores, así que se sentían un poco desorientados. Animándose uno a otro, llegaron hasta la puerta, pero ahí ya les agarró mucho miedo y se miraban y se alentaban, pero no se animaban a abrirla.

En eso estaban cuando por un costado apareció don Fortunacio, que los retó por estar jugando ahí, y porque adivinó las pícaras intenciones de ingresar al salón. Los pequeños, apenas vieron acercarse a su abuelo salieron huyendo como rata por tirante hacia la casa. Para evitar nuevos intentos de sus nietos, le echó candado a la puerta y también fue hacia la casa.

Un rato más tarde, los padres de los niños junto con éstos se despidieron y partieron. Don Fortunacio y su esposa terminaron de preparar sus valijas y a la media hora, otro de sus hijos vino en auto para llevarlos hasta Resistencia, donde tomarían el colectivo hacia Buenos Aires.

En la casa no quedó nadie, bueno… nadie no, quedó Tomasito en el salón de los ataúdes… escondido dentro del ataúd ovalado.

El chico comprendió muy pronto lo siniestro de su escondite, y sobre todo, de su situación desesperante y aterradora. Ya tenía experiencia en esconderse en los otros cajones, que casi siempre estaban parados o inclinados, y que sus tapas eran más livianas y fáciles de abrir. Pero ahora era diferente, y nunca había llegado a pensar en la posibilidad de que varios hechos y circunstancias se coordinaran para desembocar en una situación tan macabra y peligrosa.

Sin dudas, Tomasito nunca había imaginado cuánto pesaba la tapa de ese cajón, ni tampoco pensó que se hacía mucho más pesada por estar en posición horizontal. Tampoco se le ocurrió que estando acostado y dentro del ataúd, sus brazos y piernas estarían limitados tanto para realizar movimientos, como para hacer fuerza. Pero lo que ni remotamente podría haber llegado a pensar o imaginar es que ese día no jugarían a las escondidas, y muchísimo peor aún… que ese día se irían todos de la casa.

A eso de las nueve de la noche, los padres de Tomasito comenzaron a preocuparse, porque el niño no aparecía. Eso no era habitual, ya que era muy obediente, y nunca hacía nada sin pedir permiso o avisar. Comenzaron la búsqueda por las casas del vecindario, preguntando a unos y a otros. Nadie lo había visto. Algunos chicos, que también solían jugar con él, aseguraban que antes del atardecer lo vieron caminando por la vereda de don Fortunacio. Todos ellos habían ido también a la casa del funebrero para jugar con sus nietos, pero luego se enteraron de que ese día no vendrían los nietos mayores y que no habría juegos de escondidas.

Los padres y demás conocidos siguieron buscando cada vez más lejos del vecindario. A eso de las diez de la noche, con toda la angustia y desconsuelo, acudieron a la policía e hicieron la denuncia.

Hacia la medianoche, todo el barrio buscaba a Tomasito. Dos linyeras que siempre merodeaban la zona fueron apresados y llevados a declarar, porque eran los principales sospechosos. Un vecino dijo que había visto a un extraño hombre en una bicicleta, con un bolsito negro en su portaequipajes y que desde la tarde andaba dando vueltas por el barrio. Según aseguró, no era del lugar. Todo el barrio y la policía se pusieron a buscar a un hombre desconocido en bicicleta y con un bolsito negro en el portaequipajes. La hermana del padre de Tomasito fue a ver a doña Brasca, una adivinadora del pueblo. Ésta, luego de tirar las cartas, mirar una foto del niño y ver unas raras formas en un vaso de agua, dijo que “el chico no estaba lejos”, y que “buscaran por el barrio”.

Esa noche no murió nadie en el pueblo. Si eso llegaba a ocurrir, otro de los hijos de Fortunacio —el mayor— se haría cargo de vender un cajón y de llevarlo hasta la casa donde velaban al difunto. En esa época no existían salones velatorios, y a los muertos se los velaban en el comedor de la propia casa. Apenas se moría, se lo vestía con un traje negro y se lo acostaba en la mesa del comedor, hasta que llegara el cajón. Cuando hacía mucho calor, los velatorios se hacían en el patio. Este muchacho era el único que tenía otra llave de la casa y del salón; era por supuesto el que siempre reemplazaba a su padre cada vez que éste viajaba o se ausentaba.

Dentro del cajón, Tomasito había comenzado a inquietarse apenas se cerró la tapa. Primero trató de tranquilizarse, concentrándose en los ruidos externos, para poder saber el momento justo de levantarse y asustar a los que entrasen al salón. Pero se dio cuenta de que no escuchaba nada. Trató de aguantar un poco más, convencido de que en pocos segundos o minutos más ya entrarían todos, o aunque más no fuera, lo harían los nietos mayores. No supo cuántos segundos o minutos transcurrieron, pero enseguida notó que transpiraba, que le costaba respirar… que parecía que se ahogaba. Ya no aguantó más y con sus bracitos flexionados contra el pecho, trataba de empujar la tapa, ayudándose con las rodillas. La tapa ni se movía. En ese instante lo invadió la aterradora desesperación, y se puso a llorar y gritar descontroladamente. Pataleaba y manoteaba todo lo que ese reducido espacio le permitía patalear y manotear. Pegaba cabezazos contra los costados y la tapa del cajón. Todo era inútil. Esos golpes eran muy suaves, pero además, tanto los golpes como los llantos y los gritos, se apagaban y silenciaban dentro de las gruesas maderas y el acolchado del ataúd. Por si faltaba algo… estaba encerrado en un salón completamente cerrado, en una casa deshabitada… sin siquiera nadie cerca que pudiera oír sus gritos de auxilio.

A la madrugada, los padres de Tomasito fueron a casa de uno de los hijos de Fortunacio, del que lo había visitado esa tarde con sus dos pequeños hijos. Le preguntaron si no habían visto a Tomasito en casa de don Fortunacio y le respondieron que no, que esa tarde ningún chico del barrio anduvo por la casa.

El lunes transcurrió con mucha agitación en La Leonesa. Todo el mundo ya estaba enterado de la desaparición del chico, y el pueblo entero lo buscaba, hasta por los lugares más recónditos. La policía y la gendarmería detenían a cualquier auto que no fuera del lugar —que eran poquísimos— y los revisaban de arriba abajo. Le pedían documentos a cualquier persona medio sospechosa. Buscaban por los arroyos y tajamares de los alrededores del pueblo.

La hermana del padre de Tomasito nuevamente acudió a la adivinadora, con nuevas fotos de su sobrino. Luego de observar esas imágenes, y de hacer algunas combinaciones con cartas, la mujer habló de nuevo: “el niño no está lejos, se lo aseguro. Las cartas no mienten”.

Los padres de los dos pequeños nietos de don Fortunacio, preguntaron y repreguntaron a sus hijos si no habían visto a Tomasito, si no habían jugado con él en la vereda, en la tarde del domingo. Ambos niños aseguraron no haberlo visto en ningún momento, ni en la vereda ni en ninguna parte.

Ya había perdido la noción absoluta del tiempo que llevaba encerrado, no sabía si habían pasados unos pocos minutos o largas horas; pero en algún momento comprendió que podría morir asfixiado, porque la dificultad para respirar era cada vez mayor, sumada al pánico del encierro. Fue tal vez la desesperación y el terror a la cercana muerte, lo que le dio una fuerza inusual, que le permitió levantar apenas y por unos instantes, la pesada tapa. La señal más clara de que logró levantarla, fue que sintió una muy tenue pero muy gratificante bocanada de un aire más puro y mucho más fresco, que el del recinto del cajón.

Fue un instante muy fugaz, donde tal vez sólo logró levantarla apenas uno o dos centímetros de su marco, pero lo más importante, fue que su instinto de supervivencia reaccionó de inmediato haciendo algo que podría salvarle la vida: metió la punta de los deditos de su mano izquierda entre la tapa y el marco, impidiendo su cierre completo y permitiendo así, aunque más no fuera, tener una leve abertura por donde ingresaría el aire.

Esto, por supuesto, le causó un agudo e intenso dolor, que le hizo gritar, pero por suerte no atinó a retirar la mano. Con las puntas de sus deditos aplastadas, gritaba y lloraba desconsoladamente por el intolerable dolor, por el espanto y el horror.

El martes, la vida en el pueblo transcurrió con mayor agitación que el día anterior, todo el mundo buscaba al niño. Ya habían venido policías y detectives de Resistencia, y se habían iniciado misas de oraciones con pedidos para que Tomasito apareciera con vida.

Ya no sentía, o no sabía si sentía dolor en sus dedos. Tenía adormecida toda la mano y el brazo izquierdos. Estaba completamente empapado por la transpiración, por los llantos y el calor sofocante de ese cubículo. No percibía ni su propia voz. Se había quedado afónico de tanto gritar, y de la deshidratación. Ya no tenía fuerzas.

El miércoles, la Municipalidad decretó asueto para movilizar a toda la población en la búsqueda de Tomasito. Era la primera vez que en ese tranquilo pueblo sucedía algo tan terrible.

En todo el tiempo que llevaba ahí, en algunos momentos creía dormirse, o tal vez se desmayaba por el propio agotamiento de sus fuerzas y por el tremendo desgaste de su atención. Ya no distinguía si le dolían los dedos o no. Ya no los sentía.

En cierto momento el aire nuevamente se había puesto intolerable, irrespirable… notaba que se ahogaba. Comenzó a agitarse y el horror más profundo lo invadió, cuando su mano izquierda que se había desprendido del borde de la tapa… cayó sobre su carita.

El jueves por la mañana habría de suceder un hecho que nada tenía que ver con Tomasito ni con su desaparición, pero que sería determinante en esa situación. A las ocho de la mañana, falleció uno de los hombres más adinerados del pueblo, don Gilberto Casco. Un tipo de mucha plata, con muchas casas, chacras, vehículos y vacas. Según las malas lenguas, el hombre era un prestamista y ganaba mucho dinero con los intereses de la usura. Cuando falleció, sus hijos quisieron que tuviera un excelente velorio, y por supuesto, un lujoso ataúd.

Un hijo, una hija y un yerno del difunto fueron a casa de don Fortunacio a eso de las diez. Golpearon las manos pero nadie les respondía. Los vecinos les dijeron que en la casa no había nadie, porque el hombre estaba en Buenos Aires, que buscaran a su hijo mayor y que él los atendería. Al rato ya encontraron al muchacho y vinieron de nuevo a casa de su padre. Ingresaron en el salón y al instante percibieron un aire espeso e irrespirable. Claro, con ese salón cerrado por varios días y el terrible calor del verano chaqueño, no era para menos. El muchacho se disculpó y de inmediato se puso a abrir puertas y ventanas para que se airease el ambiente. Los deudos, mientras, daban una ojeada a los distintos ataúdes, y casi en el acto se decidieron. Señalaron, por supuesto, al que estaba sobre la mesa: el ataúd negro y ovalado.

Preguntaron el precio, mientras el muchacho le pasaba una franela a la superficie del ataúd, para quitarle el polvillo y que luciera más brilloso. Antes de responderle sobre el valor del mismo, les dijo que era en verdad caro, pero de una calidad inigualable. En tanto hablaba, el muchacho notó una pequeña mancha en uno de los costados, era un pequeño hilo de sangre seca que se extendía desde el borde de la tapa hacia abajo. Quedó sorprendido y un poco molesto y avergonzado de encontrar eso justo cuando había interesados en ese costoso ataúd. Comenzó a refregar disimulada pero frenéticamente con el trapo esa inoportuna mancha, al tiempo que levantaba la tapa, para que así vieran los finos detalles del interior.

Cuando la terminó de levantar, un concierto de gritos, exclamaciones y alaridos se desató entre los presentes. La mujer quedó súbitamente pálida y se desmayó. Los hombres, atónitos, retrocedieron con el terror dibujado en sus rostros, el hijo de don Fortunacio retrocedió mudo de espanto gesticulando y tomándose la cabeza.

Allí estaba el cuerpo rígido de Tomasito, con los brazos contraídos sobre su pecho y una mano ensangrentada… con el horror más indecible dibujado en el rostro.

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Cuentos de terror para Franco VII

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